Home » ¿Qué hacer con el odio?

¿Qué hacer con el odio?

Carlos Márquez

La constancia de la pulsión implica necesariamente tanto al síntoma como a la dinámica de su agravamiento progresivo. Este agravamiento lo puede experimentar el hablante, o sus allegados cuando toma la vertiente del rasgo de carácter. Es un puro hecho de lógica que un síntoma permanente venga a servir de condensador para la demanda incesante y enigmática del cuerpo, en tanto no existe ningún régimen de vínculo social que pueda dar cuenta de esa demanda. El síntoma es el objeto inamovible que se atraviesa en el trayecto indetenible de la pulsión.

Como la condición de existencia de toda organización es un saber hacer con el desorden que produce de manera incesante, el síntoma se convierte en la respuesta que cada uno se inventa para poder existir en el vínculo social. Es el precio que se paga.

El síntoma constituye así un régimen por sí mismo, que replica en cada uno lo que el discurso de una época organiza. No es solo el producto del desorden que constantemente produce como desecho el discurso del amo, organiza ese desorden, sirve al discurso del amo y a la adaptación del hablante al régimen social. Es lo que Freud descubrió cuando analizó la estructura misma de la cultura. Cada esfuerzo para un mayor nivel de organización social va a producir un contragolpe exacto en el sentido de lo que su comando determina.

Si el discurso busca orden, que es su movimiento común y corriente y es lo que llamamos el padre, va a producir un empuje al desorden. Si el significante que se promociona al nivel del comando es el de la igualdad, se va a producir una desigualdad tanto más radical e insoportable cuanto que el discurso mismo la hace odiosa, injusta y detestable.

Si en el discurso florecen los derechos humanos como significante amo universal, la utopía del estado se convierte en “una bota que pisa una cara por toda la eternidad” (1984, capítulo 20). Si el mercado promueve su libertad legalizada, se producen el monopolio, la corporación desregulada y las redes de producción, distribución y consumo de objetos de goce al margen de la ley. A los ideales de la revolución corresponde el terror, a los ideales de la paz social corresponde la guerra de todos contra todos y de cada uno contra sí mismo.

El truco de magia del psicoanalista es un saber hacer acerca de la preeminencia absoluta de esta ley: Que todo régimen producirá su propia forma específica de desorden en la medida proporcional de la fuerza que se aplique en establecerse.

La revolución verdadera

¿De dónde puede extraerse el montante de energía necesario para cambiar un determinado régimen social? Nietzsche nos mostró que sustituir en el eje de la historia al gran héroe por el inocente corderito torturado, requiere querer instaurar un nuevo régimen, con su estilo incisivo y su erudición filológica nos mostró que lo que condujo al cristianismo, la única revolución verdadera que ha sucedido desde la invención de la agricultura, fue también una voluntad de poder.

El político es un psicoterapeuta social que alivia el síntoma desviando el odio que cada uno le tiene a su propio síntoma a alguno de esos grandes inventos de discurso que permite odiar en masa, con la voluntad expresa o velada de cambiar el régimen para poder gobernar mañana. El síntoma es el objeto de segregación primario, sea que uno mismo lo odie o que se haga odiar identificándose con él.

Esto es así, esto no se puede cambiar, frente a esto nadie es inmune. Ni siquiera los que nos hemos psicoanalizado. Es una salida muy eficaz porque al mismo tiempo que mantiene las cosas en su lugar promete que mañana serán mejor.

Recapitulemos.

Primero está el nivel del tratamiento que el mismo síntoma constituye. Concentra una satisfacción que no es posible obtener de la estructura misma de la pulsión y de sus relaciones con determinado orden social, y organiza a su alrededor un odio que no tiene salida.

Segundo, está la vía de un tratamiento posible de este malestar siempre creciente que es el síntoma. La política y la psicoterapia desvían hacia un enemigo exterior el odio que organiza el síntoma que se inventó un sujeto concreto. Desbalancean su organización precaria para instaurar una máquina de cambio social.

Segundo bis: Una vez que Freud reveló la ley fundamental del malestar en la cultura hace apenas menos de cien años, queda la vía de aumentar la variabilidad del sistema. Incluir en la mecánica del síntoma la hipótesis del inconsciente, la contingencia de la interpretación y la persona del analista abre la posibilidad de una reorganización de los vínculos sociales y de la economía del síntoma por medio de un dispositivo que lo priva de sentido.

Esquema síntoma y política

Puestas las cosas en este extremo la salida evidentemente más ética, comparada con la obscenidad de la política, es devolver el odio hacia sí. ¿De dónde puede venir esa minuciosidad casi insostenible con la que el psicoanalizante pone atención a su historia, a sus rarezas, a sus equivocaciones verbales, esa persecución de sus propios sueños? Buena parte del oficio del psicoanalista se dirige a moderar la intensidad con la que el sujeto odia su propio síntoma, en el nombre del amor que tiene por su psicoanalista. Hasta que comienza a tenerle mayor consideración a lo que queda de su síntoma, separándose de su psicoanalista. Esto lo llamó Lacan en una época “una paranoia dirigida”.

La introducción de la contingencia de la interpretación en la ecuación termodinámica del síntoma abre un nuevo modo de tratar este desecho funcional del sistema. Es el truco de magia del psicoanalista: introducir un localizador alternativo que primero se ubica en su persona, hasta que el sujeto puede ponerlo en la misma variedad de sus vínculos sociales, desde donde obtendrá la función de la interpretación contingente para volver cada vez a localizar su síntoma de nuevo, faceta del proceso que es interminable. En nuestro caso es posible que ese localizador nuevo se obtenga de la escuela y entonces tenemos lo que llamamos el dispositivo del pase.

En la vía “segundo bis” del tratamiento posible del malestar creciente de la cultura, el orden no es una prioridad, la prioridad es qué hacer con el desorden que todo régimen produce inevitablemente. Por eso hay que buscar primero el goce y su causa y lo demás vendrá por añadidura.